martes, 24 de octubre de 2017

LA NARRATIVA DE JARDIEL PONCELA: INTRODUCCIÓN


La narrativa de Jardiel Poncela
Enrique Gallud Jardiel
Ilustraciones interiores, salvo caricatura autor: Enrique Jardiel Poncela
Ediciones Azimut
Año de publicación: 2017
206 páginas

Necesidad de una reivindicación
            Enrique Jardiel Poncela (1901-1952) está considerado hoy como el indiscutible renovador del humor español del siglo xx, después de haber pasado por épocas de olvido o rechazo por toda suerte de motivos extraliterarios.
  
           Fue el más destacado de aquella generación de escritores a la que José López Rubio, en su discurso de ingreso en la Real Academia, denominó «la otra generación del 27». Estamos hablando de un grupo de humoristas con inquietud renovadora y con un enfoque literario basado en las vanguardias europeas. Aparte de nuestro autor, fueron sus componentes Edgar Neville, Antonio de Lara Tono, Miguel Mihura, José López Rubio, Ernesto Polo, Samuel Ros, Tomás Luceño, Manuel Abril, Antonio Robles, K-Hito, Jacinto Miquelarena, Andrés Álvarez y Antonio Botín Polanco, entre otros. Se ha reconocido un «aire de familia» común entre ellos e incluso un liderazgo por parte de Jardiel. Se habló de los «tres mosqueteros del humor» quienes, como en la famosa novela de Alejandro Dumas, fueron cuatro: Wenceslao Fernández Flórez, Julio Camba, Ramón Gómez de la Serna y Enrique Jardiel Poncela, quien ve­nía a ser el d’Artagnan que velaba sus primeras armas ha­cia 1922, cuando ya el nombre de sus compañeros sonaba bastante.
            Se han llevado a cabo estudios varios sobre su obra teatral y existen diversas biografías. Ya no es necesario, pues, repetir las generalidades sobre la vida y la obra de este insigne humorista. Jardiel Poncela necesita, en todo caso, estudios monográficos de sus obras, de algunos puntos oscuros de su vida, de su estilo, que vayan profundizando en lo que la figura de un hombre de su talla ha supuesto para la literatura de la primera mitad del siglo xx. Y entre esos trabajos se echaba en falta un ensayo como el presente sobre su narrativa, pues siempre se ha insistido en su producción teatral, menospreciando el resto de su obra literaria.

           En diez años de actividad, entre 1922 y 1932, Jardiel escribió un millar largo de artículos y cuentos, veintiséis novelas cortas y cuatro novelas largas de gran éxito, por lo que no se justifica que se haya ignorado su faceta de narrador. Pero el caso es que gran parte de los libros de historias de la literatura ni siquiera hacen mención de la obra novelística de Jardiel Poncela. Algunos escasos críticos que han tenido en cuenta esta labor, han insistido en el carácter atípico de sus narraciones, sin detenerse a realizar un análisis serio.


            Bien es cierto que la dedicación de Enrique Jardiel Poncela al género novelístico, aunque intensa, fue breve. A partir de 1932 abandonó prácticamente el género de una manera definitiva, dedicándose exclusivamente al teatro, que es el que atrajo la atención de la crítica hasta el momento presente. Existen, pues, diversas monografías sobre su teatro, mientras que no se ha publicado ninguna sobre su labor narrativa.
   
         Las razones para que Jardiel no haya sido estudiado como se merece parecen ser principalmente dos. La primera es su anticomunismo radical, que llevó a que se le considerara como un partidario del franquismo y hasta un escritor del régimen, que provocó que un gran sector de la crítica de los años setenta y ochenta lo ignorara por completo o negara la calidad de su literatura. Estos críticos ignoraron u olvidaron el hecho de que, en realidad, Jardiel fue mal considerado por el franquismo, que censuró su obra y dificultó su labor de muchas maneras. El segundo motivo es la injusta y constante infravaloración que se ha venido haciendo en España del género humorístico, al que no se le concedía calidad ni trascendencia. Críticos como Eugenio de Nora o Gonzalo Torrente Ballester calificaron su prosa como «poco seria», ya que no se ajustaba a los cánones de novela clásica, al abundar en ludismo, inverosimilitud y ruptura de reglas narrativas.
   
         Y ha de hablarse también de la censura, que determinó que Jardiel abandonara un rumbo inmejorable en un género que cultivó con éxito. Ramón Gómez de la Serna definió las novelas de Jardiel como «la alegría de su tiempo» y «trenes que pasan llenos de optimismo». Sin embargo, pese a su popularidad, su prohibición por gobiernos de la República y más tarde por el régimen franquista indujo a Jardiel a abandonar este género y dedicarse principalmente al teatro. Muchos estudiosos de la obra de Jardiel Poncela se han preguntado por qué no siguió escribiendo novelas. El mismo Ruiz-Castillo —su editor— hubiera deseado que siguiera por esa senda, sobre todo teniendo en cuenta que Jardiel y sus novelas eran uno de los valores seguros de la editorial Biblioteca Nueva. El caso es que tanto el último gobierno de la República como el de Franco prohibieron las novelas de Jardiel por demasiado avanzas y atrevidas. En una carta a un admirador, fechada el 3 de febrero de 1946, el escritor se lamentó de la censura a la que se sometía a sus obras y abogó por la libertad de expresión:
          Como usted ve, no acierto mucho al escribir con los gustos y criterios de los que bajo dos regímenes diametralmente opuestos ejercen y han ejercido la fiscalización artística. Claro, que lo natural sería que la fiscalización artística no se ejerciera bajo ningún régimen.

            La censura franquista trató mal a Jardiel. Sus novelas se consideraron blasfemas, como La «tournée» de Dios, o pornográficas, como Pero... ¿hubo alguna vez once mil vírgenes? Sus cuatro novelas grandes se publicaron con recortes brutales en 1939 y 1940 (el autor se vio obligado a introducir más de doscientas correcciones en varias de ellas). Pero, al poco de aparecer, fueron prohibidas definitivamente y lo estuvieron hasta la edición de sus Obras completas en 1960. Finalmente se permitió su aparición en ediciones de lujo, económicamente prohibitivas, de manera arbitraria y para dificultar su acceso a amplios sectores del público.


Enrique Gallud Jardiel

lunes, 23 de octubre de 2017

HISTORIA CÓMICA DE LA FILOSOFÍA, VALGA LA REDUNDANCIA



Enrique Gallud Jardiel
Ápeiron Ediciones
Año: 2017
124 páginas

            Ustedes me van a perdonar, pero eso de que Aquiles nunca alcanzará a la tortuga no se le ocurre a cualquiera. Eso es propio de mentes privilegiadas, porque yo veo a la tortuga por un lado y a Aquiles por otro y pienso: «No hay color». Pero no, mira tú por dónde Zenón de Elea, paladín de la escuela eleática, postuló todo lo contrario, y sin necesidad de recurrir al famoso talón, como hubiera sido lo esperable. Mucho más recientemente, David Hume estableció que no hay una causa directa en que llueva y las calles se mojen y punto estuvo de acabar con toda la sensiblería de la música contemporánea. ¿Alguien ha visto que las calles mojadas sean un efecto de la lluvia? Pues eso. Pero hace falta ser filósofo para comprenderlo, puesto que de otro modo, no hay manera.

           Y no paran ahí las paradojas, puesto que Heráclito conjeturó que el elemento esencial es el fuego, porque todo lo consume e iguala. ¿Cómo se han quedado? Quizá para compensarlo y refrescar tanto ardor teorizó acerca de la imposibilidad de meter dos veces la mano en el mismo río, todo fluye. Pero que si quieres arroz, Catalina, ahí estaba Parménides, que también era de Elea, para sentenciar que todo permanece, Πάvτα μέvει, panta menéi. Por no hablar del geniecillo maligno de Descartes, dado que, vamos a ver, si yo sumo dos más dos, eso no significa que el resultado sea cuatro, sino que quizá un diosecillo maligno se empeña una y otra vez en que yo adicione así, que ya se ve que la vida de los diosecillos perversos es muy aburrida y tienen que entretenerse de como puden. No es muy probable, pero eso no significa que sea imposible: claro que sí, René. Lo de la glándula pineal, mejor lo dejamos para otro día.

            ¿Y todavía nos extrañamos cuando Socrátes pontificó aquello de que «Sólo sé que no sé nada»? ¿Pero qué se puede saber así?

         Uno de los más destacados fue Anaximandro, de quien sólo se conserva este texto:

El principio (arjé) de todas las cosas es lo indeterminado ápeiron. Ahora bien, allí mismo donde hay generación para las cosas, allí se produce también la destrucción, según la necesidad; en efecto, pagan las culpas unas a otras y la reparación de la injusticia, según el orden del tiempo.



         Lo que no es óbice para considerarlo como uno de los padres de la filosofía y, de hecho, cualquier manual sobre la materia que se precie dedica, como mínimo, un capítulo a dicha frase. Y es que, aunque parezca mentira, los filósofos se iniciaron con otra “f”: la de “físico”, habida cuenta de que lo pretendían era explicar el cosmos que observaban en la esfera celestial.

            Mención aparte merece, desde luego, Platón, que elaboró todo un conjunto de alegorías para demostrar (como si una alegoría pudiera demostrar algo, y así lo destacó Aristóteles) para definir su teoría de los arquetipos inmortales, y no es que uno esté en contra de semejantes ideales, pero debería reservarse el derecho de admisión, puesto que establecer un arquetipo inmortal de la belleza o la bondad me parece maravilloso, pero hacerlo de la estupidez y la ignominia, como que no.


           Total, que llegamos a Epicuro, a caballo entre los siglos cuarto y tercero antes de Cristo, detrás del cual, prácticamente damos un salto en el vacío hasta el ya mencionado René Descartes en pleno siglo XVII de nuestra era, es decir, casi dos mil años en los que poco podemos mencionar: San Agustín, Santo Tomás, hábil adaptador de las doctrinas paganas a las cristianas, Guillermo de Ockham, Averroes, Maimónides, Plotino y San Anselmo con su famoso argumento ontológico, que lo mismo te vale para demostrar la existencia de Dios, que la oscuridad de Darth Vader.

            ¿Qué ocurrió durante esos dos milenios? O, mejor aún: ¿era necesario volver a las andadas? Al menos Guillermo de Ockham inspiró uno de los mejores libros de todos los tiempos: El nombre de la rosa, de Umberto Eco, como es de sobra conocido.

            El caso es que los filósofos se han arrogado el papel de humoristas y éstos, en justa correspondencia, han decidido hacer filosofía. Ése el caso de Enrique Gallud Jardiel en su obra Historia cómica de la filosofía, que acaba de ver la luz.
  
          Porque alguien tenía que poner orden a tanto desafuero y de ahí que Gallud ofrezca una obra estructurada en diez capítulos (más una brevísima introducción y una aclaración imprescindible: “¿Qué es la filosofía, exactamente?”), que van de la filosofía greco-latina al siglo XX con el rigor humorístico que le caracteriza.

           Pongamos así que consideramos el Idealismo alemán, donde se aborda nada menos que la Crítica de la razón pura, un libro de culto que viene a establecer que nunca podremos conocer cómo es el mundo en realidad. ¿Pero eso no lo había dicho ya Sócrates? ¿A qué seguir mareando la perdiz? Claro que los químicos veneran el Principio de incertidumbre de Heisenberg, otro alemán, según el cual nunca podremos saber dónde está exactamente el electrón: ya se ve que el amor a la sabiduría alcanza su clímax en la ignorancia, lo que puesto «en boca de un profesor de metafísica, no es una afirma­ción muy alentadora y nos conduce a pensar que Kant, la filosofía y la Universidad de Könisberg (cafetería incluida) sobraban», en opinión de Gallud, que no me parece desacertada.

            ¿Qué considerar con respecto al siglo XX, donde los filósofos lo mismo se ocupan de la filosofía de la ciencia, como Husserl, que de las cualidades éticas de los detergentes en polvo?

        Mención aparte merece Henri Bergson, a quien Gallud concede el Premio Nobel de Papiroflexia, lo que nos permite comprobar una vez más la técnica humorística del autor (de nuestro autor) (de Gallud) (no de Bergson), uno de cuyos pilares es la parodia sagaz en clave de cotidianeidad, sin ridiculizar al ilustre parodiado, sino buscando más bien un flanco desmitificador desde el que aproximarse.

        Algunos pasajes se regodean en el absurdo, como el que habla de las mónadas, de Leibniz:

Los objetos físicos no son mónadas ni nada pare­cido. Existen tan solo porque las mónadas los perciben: son el sueño colectivo de las mónadas. Esto, que en principio podría parecer un follón tremendo, lo es, efectivamente.

En otros, los aforismos se barnizan de naturalidad, como el que habla de la Ilustración, a la que se considera:

un invento francés, como el bidet y la tortilla, y se produjo debido a los avances científicos y al racionalismo crítico, cosas que están muy bien si no se abusa de ellas.

         De manera que, ¿Qué es la filosofía, exactamente? Un galimatías, desde luego. Una curiosa manera de estrujarse el cerebro, ni que decir tiene, pero acudamos al capítulo homónimo de la obra que nos ocupa para comprenderlo, donde entre muchas cosas que no es y otras que sí comparte, hay que indicar que la filosofía «está vinculada directa­mente con lo trascendente. La filosofía tiene por objeto la búsqueda de la verdad última. El hombre es un ente racio­nal cuyo supremo objetivo existencial es perfeccionar sus habilidades para poder llegar a fin de mes». ¿No nos parece estar escuchando a don Quijote y Sancho juntos en una misma frase?, podemos preguntarnos por nuestra parte.

        Erudición e ironía, valga la redundancia, en este nuevo libro de Gallud, como ya es habitual en nuestro autor.

Francisco Javier Rodríguez Barranco