martes, 24 de octubre de 2017

LA NARRATIVA DE JARDIEL PONCELA: INTRODUCCIÓN


La narrativa de Jardiel Poncela
Enrique Gallud Jardiel
Ilustraciones interiores, salvo caricatura autor: Enrique Jardiel Poncela
Ediciones Azimut
Año de publicación: 2017
206 páginas

Necesidad de una reivindicación
            Enrique Jardiel Poncela (1901-1952) está considerado hoy como el indiscutible renovador del humor español del siglo xx, después de haber pasado por épocas de olvido o rechazo por toda suerte de motivos extraliterarios.
  
           Fue el más destacado de aquella generación de escritores a la que José López Rubio, en su discurso de ingreso en la Real Academia, denominó «la otra generación del 27». Estamos hablando de un grupo de humoristas con inquietud renovadora y con un enfoque literario basado en las vanguardias europeas. Aparte de nuestro autor, fueron sus componentes Edgar Neville, Antonio de Lara Tono, Miguel Mihura, José López Rubio, Ernesto Polo, Samuel Ros, Tomás Luceño, Manuel Abril, Antonio Robles, K-Hito, Jacinto Miquelarena, Andrés Álvarez y Antonio Botín Polanco, entre otros. Se ha reconocido un «aire de familia» común entre ellos e incluso un liderazgo por parte de Jardiel. Se habló de los «tres mosqueteros del humor» quienes, como en la famosa novela de Alejandro Dumas, fueron cuatro: Wenceslao Fernández Flórez, Julio Camba, Ramón Gómez de la Serna y Enrique Jardiel Poncela, quien ve­nía a ser el d’Artagnan que velaba sus primeras armas ha­cia 1922, cuando ya el nombre de sus compañeros sonaba bastante.
            Se han llevado a cabo estudios varios sobre su obra teatral y existen diversas biografías. Ya no es necesario, pues, repetir las generalidades sobre la vida y la obra de este insigne humorista. Jardiel Poncela necesita, en todo caso, estudios monográficos de sus obras, de algunos puntos oscuros de su vida, de su estilo, que vayan profundizando en lo que la figura de un hombre de su talla ha supuesto para la literatura de la primera mitad del siglo xx. Y entre esos trabajos se echaba en falta un ensayo como el presente sobre su narrativa, pues siempre se ha insistido en su producción teatral, menospreciando el resto de su obra literaria.

           En diez años de actividad, entre 1922 y 1932, Jardiel escribió un millar largo de artículos y cuentos, veintiséis novelas cortas y cuatro novelas largas de gran éxito, por lo que no se justifica que se haya ignorado su faceta de narrador. Pero el caso es que gran parte de los libros de historias de la literatura ni siquiera hacen mención de la obra novelística de Jardiel Poncela. Algunos escasos críticos que han tenido en cuenta esta labor, han insistido en el carácter atípico de sus narraciones, sin detenerse a realizar un análisis serio.


            Bien es cierto que la dedicación de Enrique Jardiel Poncela al género novelístico, aunque intensa, fue breve. A partir de 1932 abandonó prácticamente el género de una manera definitiva, dedicándose exclusivamente al teatro, que es el que atrajo la atención de la crítica hasta el momento presente. Existen, pues, diversas monografías sobre su teatro, mientras que no se ha publicado ninguna sobre su labor narrativa.
   
         Las razones para que Jardiel no haya sido estudiado como se merece parecen ser principalmente dos. La primera es su anticomunismo radical, que llevó a que se le considerara como un partidario del franquismo y hasta un escritor del régimen, que provocó que un gran sector de la crítica de los años setenta y ochenta lo ignorara por completo o negara la calidad de su literatura. Estos críticos ignoraron u olvidaron el hecho de que, en realidad, Jardiel fue mal considerado por el franquismo, que censuró su obra y dificultó su labor de muchas maneras. El segundo motivo es la injusta y constante infravaloración que se ha venido haciendo en España del género humorístico, al que no se le concedía calidad ni trascendencia. Críticos como Eugenio de Nora o Gonzalo Torrente Ballester calificaron su prosa como «poco seria», ya que no se ajustaba a los cánones de novela clásica, al abundar en ludismo, inverosimilitud y ruptura de reglas narrativas.
   
         Y ha de hablarse también de la censura, que determinó que Jardiel abandonara un rumbo inmejorable en un género que cultivó con éxito. Ramón Gómez de la Serna definió las novelas de Jardiel como «la alegría de su tiempo» y «trenes que pasan llenos de optimismo». Sin embargo, pese a su popularidad, su prohibición por gobiernos de la República y más tarde por el régimen franquista indujo a Jardiel a abandonar este género y dedicarse principalmente al teatro. Muchos estudiosos de la obra de Jardiel Poncela se han preguntado por qué no siguió escribiendo novelas. El mismo Ruiz-Castillo —su editor— hubiera deseado que siguiera por esa senda, sobre todo teniendo en cuenta que Jardiel y sus novelas eran uno de los valores seguros de la editorial Biblioteca Nueva. El caso es que tanto el último gobierno de la República como el de Franco prohibieron las novelas de Jardiel por demasiado avanzas y atrevidas. En una carta a un admirador, fechada el 3 de febrero de 1946, el escritor se lamentó de la censura a la que se sometía a sus obras y abogó por la libertad de expresión:
          Como usted ve, no acierto mucho al escribir con los gustos y criterios de los que bajo dos regímenes diametralmente opuestos ejercen y han ejercido la fiscalización artística. Claro, que lo natural sería que la fiscalización artística no se ejerciera bajo ningún régimen.

            La censura franquista trató mal a Jardiel. Sus novelas se consideraron blasfemas, como La «tournée» de Dios, o pornográficas, como Pero... ¿hubo alguna vez once mil vírgenes? Sus cuatro novelas grandes se publicaron con recortes brutales en 1939 y 1940 (el autor se vio obligado a introducir más de doscientas correcciones en varias de ellas). Pero, al poco de aparecer, fueron prohibidas definitivamente y lo estuvieron hasta la edición de sus Obras completas en 1960. Finalmente se permitió su aparición en ediciones de lujo, económicamente prohibitivas, de manera arbitraria y para dificultar su acceso a amplios sectores del público.


Enrique Gallud Jardiel

lunes, 23 de octubre de 2017

HISTORIA CÓMICA DE LA FILOSOFÍA, VALGA LA REDUNDANCIA



Enrique Gallud Jardiel
Ápeiron Ediciones
Año: 2017
124 páginas

            Ustedes me van a perdonar, pero eso de que Aquiles nunca alcanzará a la tortuga no se le ocurre a cualquiera. Eso es propio de mentes privilegiadas, porque yo veo a la tortuga por un lado y a Aquiles por otro y pienso: «No hay color». Pero no, mira tú por dónde Zenón de Elea, paladín de la escuela eleática, postuló todo lo contrario, y sin necesidad de recurrir al famoso talón, como hubiera sido lo esperable. Mucho más recientemente, David Hume estableció que no hay una causa directa en que llueva y las calles se mojen y punto estuvo de acabar con toda la sensiblería de la música contemporánea. ¿Alguien ha visto que las calles mojadas sean un efecto de la lluvia? Pues eso. Pero hace falta ser filósofo para comprenderlo, puesto que de otro modo, no hay manera.

           Y no paran ahí las paradojas, puesto que Heráclito conjeturó que el elemento esencial es el fuego, porque todo lo consume e iguala. ¿Cómo se han quedado? Quizá para compensarlo y refrescar tanto ardor teorizó acerca de la imposibilidad de meter dos veces la mano en el mismo río, todo fluye. Pero que si quieres arroz, Catalina, ahí estaba Parménides, que también era de Elea, para sentenciar que todo permanece, Πάvτα μέvει, panta menéi. Por no hablar del geniecillo maligno de Descartes, dado que, vamos a ver, si yo sumo dos más dos, eso no significa que el resultado sea cuatro, sino que quizá un diosecillo maligno se empeña una y otra vez en que yo adicione así, que ya se ve que la vida de los diosecillos perversos es muy aburrida y tienen que entretenerse de como puden. No es muy probable, pero eso no significa que sea imposible: claro que sí, René. Lo de la glándula pineal, mejor lo dejamos para otro día.

            ¿Y todavía nos extrañamos cuando Socrátes pontificó aquello de que «Sólo sé que no sé nada»? ¿Pero qué se puede saber así?

         Uno de los más destacados fue Anaximandro, de quien sólo se conserva este texto:

El principio (arjé) de todas las cosas es lo indeterminado ápeiron. Ahora bien, allí mismo donde hay generación para las cosas, allí se produce también la destrucción, según la necesidad; en efecto, pagan las culpas unas a otras y la reparación de la injusticia, según el orden del tiempo.



         Lo que no es óbice para considerarlo como uno de los padres de la filosofía y, de hecho, cualquier manual sobre la materia que se precie dedica, como mínimo, un capítulo a dicha frase. Y es que, aunque parezca mentira, los filósofos se iniciaron con otra “f”: la de “físico”, habida cuenta de que lo pretendían era explicar el cosmos que observaban en la esfera celestial.

            Mención aparte merece, desde luego, Platón, que elaboró todo un conjunto de alegorías para demostrar (como si una alegoría pudiera demostrar algo, y así lo destacó Aristóteles) para definir su teoría de los arquetipos inmortales, y no es que uno esté en contra de semejantes ideales, pero debería reservarse el derecho de admisión, puesto que establecer un arquetipo inmortal de la belleza o la bondad me parece maravilloso, pero hacerlo de la estupidez y la ignominia, como que no.


           Total, que llegamos a Epicuro, a caballo entre los siglos cuarto y tercero antes de Cristo, detrás del cual, prácticamente damos un salto en el vacío hasta el ya mencionado René Descartes en pleno siglo XVII de nuestra era, es decir, casi dos mil años en los que poco podemos mencionar: San Agustín, Santo Tomás, hábil adaptador de las doctrinas paganas a las cristianas, Guillermo de Ockham, Averroes, Maimónides, Plotino y San Anselmo con su famoso argumento ontológico, que lo mismo te vale para demostrar la existencia de Dios, que la oscuridad de Darth Vader.

            ¿Qué ocurrió durante esos dos milenios? O, mejor aún: ¿era necesario volver a las andadas? Al menos Guillermo de Ockham inspiró uno de los mejores libros de todos los tiempos: El nombre de la rosa, de Umberto Eco, como es de sobra conocido.

            El caso es que los filósofos se han arrogado el papel de humoristas y éstos, en justa correspondencia, han decidido hacer filosofía. Ése el caso de Enrique Gallud Jardiel en su obra Historia cómica de la filosofía, que acaba de ver la luz.
  
          Porque alguien tenía que poner orden a tanto desafuero y de ahí que Gallud ofrezca una obra estructurada en diez capítulos (más una brevísima introducción y una aclaración imprescindible: “¿Qué es la filosofía, exactamente?”), que van de la filosofía greco-latina al siglo XX con el rigor humorístico que le caracteriza.

           Pongamos así que consideramos el Idealismo alemán, donde se aborda nada menos que la Crítica de la razón pura, un libro de culto que viene a establecer que nunca podremos conocer cómo es el mundo en realidad. ¿Pero eso no lo había dicho ya Sócrates? ¿A qué seguir mareando la perdiz? Claro que los químicos veneran el Principio de incertidumbre de Heisenberg, otro alemán, según el cual nunca podremos saber dónde está exactamente el electrón: ya se ve que el amor a la sabiduría alcanza su clímax en la ignorancia, lo que puesto «en boca de un profesor de metafísica, no es una afirma­ción muy alentadora y nos conduce a pensar que Kant, la filosofía y la Universidad de Könisberg (cafetería incluida) sobraban», en opinión de Gallud, que no me parece desacertada.

            ¿Qué considerar con respecto al siglo XX, donde los filósofos lo mismo se ocupan de la filosofía de la ciencia, como Husserl, que de las cualidades éticas de los detergentes en polvo?

        Mención aparte merece Henri Bergson, a quien Gallud concede el Premio Nobel de Papiroflexia, lo que nos permite comprobar una vez más la técnica humorística del autor (de nuestro autor) (de Gallud) (no de Bergson), uno de cuyos pilares es la parodia sagaz en clave de cotidianeidad, sin ridiculizar al ilustre parodiado, sino buscando más bien un flanco desmitificador desde el que aproximarse.

        Algunos pasajes se regodean en el absurdo, como el que habla de las mónadas, de Leibniz:

Los objetos físicos no son mónadas ni nada pare­cido. Existen tan solo porque las mónadas los perciben: son el sueño colectivo de las mónadas. Esto, que en principio podría parecer un follón tremendo, lo es, efectivamente.

En otros, los aforismos se barnizan de naturalidad, como el que habla de la Ilustración, a la que se considera:

un invento francés, como el bidet y la tortilla, y se produjo debido a los avances científicos y al racionalismo crítico, cosas que están muy bien si no se abusa de ellas.

         De manera que, ¿Qué es la filosofía, exactamente? Un galimatías, desde luego. Una curiosa manera de estrujarse el cerebro, ni que decir tiene, pero acudamos al capítulo homónimo de la obra que nos ocupa para comprenderlo, donde entre muchas cosas que no es y otras que sí comparte, hay que indicar que la filosofía «está vinculada directa­mente con lo trascendente. La filosofía tiene por objeto la búsqueda de la verdad última. El hombre es un ente racio­nal cuyo supremo objetivo existencial es perfeccionar sus habilidades para poder llegar a fin de mes». ¿No nos parece estar escuchando a don Quijote y Sancho juntos en una misma frase?, podemos preguntarnos por nuestra parte.

        Erudición e ironía, valga la redundancia, en este nuevo libro de Gallud, como ya es habitual en nuestro autor.

Francisco Javier Rodríguez Barranco

martes, 19 de septiembre de 2017

EL MUNDO POR SOMBRERO: PRÓLOGO DEL AUTOR


El mundo por sombrero, de Francisco Javier Rodríguez Barranco
Estructurado en dos tomos:
-          Del Gran Bazar al mar de Coral
-          De las antípodas a Salvador de Bahía
Ediciones Azimut
Año de publicación: 2017
880 páginas, en total, con un extenso reportaje fotográfico




                Tal y como descubrirá con facilidad el aguerrido lector cuando llegue al primer punto y aparte de esta esforzada historia, esto no es el Lonely Planet. Y si, dotado de un espíritu aventurero sin par, desbroza la maraña de palabras que se ofrecen a su benevolencia, no necesitará muchos párrafos para comprender que esto tampoco es un diario de viaje. A ver, que yo no digo que esto sea una pachanga. Para nada. No, no, ni mucho menos: esto es un libro muy digno. Es sólo que se ha escrito dentro de unas coordenadas estéticas que quizá necesiten un comentario somero previo.
                Cuatro son los puntos cardinales desde los que cabe abordar la lectura de este viaje alrededor del mundo, todo ello dentro de una premisa básica: he huido con especial cuidado de la descripción de lugares sobradamente conocidos, o que pueden ser conocidos consultando cualquiera de las guías que la industria editorial pone a disposición de los ciudadanos. No sé, me pareció que no tenía sentido decir lo ya dicho. Mas enumeremos sin demora más esos ejes de azimut dentro de los que se ha inscrito la redacción de estas páginas:

                —En primer lugar, todos los comentarios Facebook mediante los que mantuve entretenidos —espero— a mis incondicionales seguidores y que no he tenido el menor pudor en recopilar minuciosamente para integrar el cuerpo de este libro. Estos pasajes, más o menos sucintos y a los que, si se definieran con una sola palabra, cabría categorizar como "desvaríos", vienen introducidos por su propio título y no es raro que acaben con la muletilla "Mis mejores deseos", o algo por el estilo. Quiero con todo, señalar que cuando a mediados de mayo de 2014 me puse a copiar y pegar esos comentarios, una parte significativa de ellos había desaparecido de la red social, ignoro por qué motivo, así que si algún día coincido con Mr. Zuckerberg en un congreso, o aunque no sea nada más que una convención de chanclas de playa o flip flops, ya le interrogaré acerca de tan singular evento.


                —Un segundo bloque de textos lo componen aquéllos que aparecen bajo el epígrafe LIBRO DE NOTAS y que sí se aproximaría bastante a lo que convencionalmente se entiende como un diario de viaje, si bien sería, en todo caso, un diario bastante irregular, muy poco disciplinado en cuanto a las fecha de su gestación, aunque procuré que todos los grandes bloques de lugares por los que pasé quedara reflejado en esas páginas. Si hubiera que buscar una categoría genérica para estas precisiones cronológicas, yo utilizaría el término "reflexiones".

                —Una tercera posibilidad es la de las narraciones que con mayor o menor fortuna se me iban ocurriendo mientras transcurría el viaje, también de manera bastante irregular. Relatos breves e incluso microrrelatos, que fácilmente pueden etiquetarse mediante el lexema "ficciones".
                —Aunque pueda parecer extraño, desvaríos, reflexiones y ficciones comparten un hecho esencial, y es el de su nacimiento al calor del paso por los lugares que iba conociendo, pero me queda aún un cuarto ángulo desde el que han sido observadas estas vicisitudes viajeras. Se llama Mags, a quien conocí en el centro de mi aventura en la India y con quien compartí itinerario en el paso por USA, así como en el recorrido por los Andes centrales, es decir, La Paz, lago Titicaca, Cuzco y Machu Picchu. Es por ello que las páginas dedicadas a estos lugares fueron escritas varios meses después de estar en ellos. Ay, ay, ay, qué momentos, qué momentos en Norteamérica y en Sudamérica. Pero no adelantemos acontecimientos, aunque estemos en un prólogo.


   
            Configura todo ello una especie de tubo caleidoscópico desde el que hilvanar una serie de impresiones personales, que es, en definitiva, de lo que se trata. 
                ¿Que por qué me gusta viajar? Pues vaya pregunta: facilísimo ¡Ojalá todas las preguntas fueran así de fáciles! Me gusta viajar porque en esos momentos me sucede como en los carnavales, sólo que al revés, puesto que en estas fechas la gente se enmascara en lo físico para desenmascararse en lo psicológico, siendo así que cuando uno está fuera, rodeado de gente extraña en un contexto que no es el nuestro habitual, es como si desapareciera súbitamente ese pesado lastre del papel que se supone que tenemos que cumplir constantemente en nuestras coordenadas de referencia. Con otras palabras, cuando estamos de viaje, nos quitamos la máscara psicológica para ser físicamente lo que de verdad nos apetece ser, sin rendir cuentas a nadie y casi que me siento tentado de afirmar que cuando nos vemos a solas con nosotros mismos en otros lugares favorecemos la presencia de ese niño que todos llevamos dentro, pero quizá sea mejor que contenga aquí el espasmo entusiasmado de mis dedos sobre el teclado. Ligero, ligero, muy ligero me siento cuando viajo. Los viajes, además, permiten una perspectiva muy balsámica sobre las inquietudes de la cotidianeidad.


                Pero hay más, porque excepto cuando llevamos nosotros las riendas del vehículo (conduciendo un coche, pilotando un barco, etc.), los viajes me parecen la pasividad más activa que podamos imaginar: en las butacas de los pasajeros, que es donde verdaderamente me apetece estar, los paisajes o las nubes pasan mientras nosotros no estamos quietos: sentados, pero en marcha. Un inmóvil en movimiento, que subvierte el postulado aristotélico del Primer Motor Inmóvil.

          El mundo, y por lo tanto la vida, pasan ante nuestros ojos, mientras la butaca delantera sigue ahí, tal cual, en la misma posición relativa con respecto a nosotros en que estaba cuando ocupamos nuestro asiento, de todo punto ajena a ese inabarcable cúmulo de intuiciones que pasa por nuestra mente y por nuestro espíritu en tales momentos: salvo el cuerpo, toda nuestra persona disfruta en un viaje. Al otro lado de nuestro medio de locomoción, otro mundo, y por lo tanto otra vida, nos espera. Cada día me gusta más el transporte colectivo.

                Lo bueno del caso es que ahí, en ese nuevo mundo, o en esa nueva vida, la creatividad se intensifica. Pongamos el ejemplo de la fotografía, que ya sé que se trata de algo muy obvio, pero es que algo así como el ochenta por ciento de las fotos que hago se toman cuando estoy de viaje. La vida diaria está llena de infinitas posibilidades, sobre todo para el tipo de fotografía que mejor se adapta a mis preferencias, es decir, las escenas callejeras, pero salvo circunstancias muy especiales sólo hago fotos cuando estoy fuera.


             Puede que no sea más que una manía personal, pero estoy contando las cosas según me suceden. Aunque no sólo la fotografía: la creación literaria también se acrecienta en esas circunstancias. Es muy raro que regrese de un viaje sin algún texto nuevo en el disco duro del ordenador portátil. Si bien igual que digo una cosa, admito otra, y es que la gran perdedora de todo esto es la lectura, porque la ansiedad de conocer sitios nuevos, de ver personas diferentes es tan grande, que me cuesta muchísimo trabajo concentrarme cuando estoy fuera, porque no soy un viajero de grandes monumentos: más bien de pequeños rincones y gente, gente, gente, mucha gente diferente. Otras personas vivirán todo esto de otra manera, me refiero a lo de la no lectura en los viajes. Es lógico. Ya me gustaría que me sucediera a mí lo mismo
               
         Cuando estamos fuera, al menos esto sí me ocurre, y nos cruzamos con toda naturalidad con personas completamente diferentes, sobre todo cuando se viaja a lugares lejanos, nos sentimos también como piezas naturales de esa diferencia y esta sensación suele venir acompañada de una gran serenidad. Es lo más parecido a esa búsqueda de la paz interior y la reconciliación universal que ahora están tan de moda dentro de todas estas corrientes de espiritualidad alternativa. Un viaje permite comprender la relatividad de nuestros postulados más arraigados y la mera intuición de la viabilidad de lo extraño puede ser una de las más beatíficas experiencias.

                Viajar es también una manera de irse. Hay un cierto componente de desaparición, de abandono, de ruptura que cada día percibo con mayor claridad, sobre todo cuando los viajes se piensan sin fecha de vuelta, o al menos sin el deseo de volver. Un viaje es el no estar, el diluirse. Un viaje es lo evanescente y lo efímero. La decisión voluntaria de ser otro en otro lugar, porque en el mismo lugar resulta mucho más difícil. Un viaje implica buscar aires menos viciados para respirar, sumergirse en las frías, aunque deliciosas, aguas de la ignorancia y el ser ignorado. Un viaje puede ser un recomenzar, o un lifting psicológico. Un viaje puede venir con el aroma de los amaneceres a las siete de la tarde o con el estigma de los tiempos perdidos. Un viaje, pues, puede ser esencia sin existencia, o al menos sin la existencia conocida.



Francisco Javier Rodríguez Barranco



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domingo, 10 de septiembre de 2017

CUENTOS MARENGOS: PRÓLOGO



Cuentos marengos, por varios autores malagueños
Ediciones Azimut
Año de publicación: 2017
336 páginas
Imágenes de portada, contraportada y lomo: Anais Angulo Delgado



            Aquí cada uno que piense lo que quiera, pero hace varios miles de año la civilización no se hubiera transportado sobre carros de bueyes, y no es que tenga nada contra los bueyes, por supuesto.
     Por eso era necesario que los seres humanos del momento se embarcaran, nunca mejor dicho, en aventuras de resultado incierto en unas naves, cuya tecnología no estaba del todo mal, habida cuenta, sobre todo, de las posibilidades de la época.


            Desde el punto de vista mediterráneo y occidental es de justicia que nos sintamos agradecidos con este mar, pero no fue el único, puesto que las navegaciones de los chinos por el hoy llamado océano Índico rebasan en un par de milenios las de los fenicios, que ya es decir. Mucho más impactante me resultó el caso de las Islas Fiji cuando las visité hace tiempo, dado que ahí aseguran que fueron pobladas por africanos procedentes de su ribera oriental, que emprendieron ese periplo por razones que hoy día todavía nos resultan desconocidas. Incluso veneran con actitud casi religiosa el punto donde se produjo el primer desembarco. En general, la historia de los Mares del Sur se construye de esa manera: singladuras arriesgadas de una isla a otra, salvo Australia, cuyo desarrollo es de otra índole, vinculado al mar, ni que decir tiene, pero de manera diferente.



            En el planeta Agua, por tanto, todas las civilizaciones buscaron siempre construirse alrededor de ese elemento, bien en oasis en el desierto, bien en la proximidad de cuencas fluviales, bien directamente en puertos junto al mar, que ha sido evocado por escritores de todas las épocas bajo muy diferentes puntos de vista: desde los miles de barcos que movieron los griegos en pos de Helena de Troya, dando así origen al primer  texto conocido de nuestra cultura, hasta el intimismo de las historias de amor de Gara y Jonay en las Islas Canarias o los maorís Hinema y Tutanekai en Aotearoa, actual Nueva Zelanda, pasando por la mitología de Simbad, el Marino, o toda las peripecias de los Mares del Sur. Grandes, grandes Stevenson y Conrad.





            Llegamos así a la trimilenaria Málaga, que ha celebrado en 2017 el bicentenario de su emblemática Farola y cuya fundación se debe a las navegaciones en el mar Mediterráneo, donde un grupo de escritores ahí afincados se proponen pues lo que han hecho siempre: respirar el aire salobre de la brisa local, sólo que ahora plasmándolo en un conjunto de relatos y compartiéndolo con los lectores, puesto que, al fin y al cabo, la literatura es un medio de comunicación y para que funcione hace falta un receptor del mensaje.



            En cuanto a la intrahistoria de la obra, he de señalar que se trata de un proyecto largamente acariciado por algunos de los autores incluidos en él, pero que, por una razón u otra, la nave no lograba zarpar. En el pasado verano, Ángel Domínguez y este humilde coordinador, sentados ante la puerta del infierno —infierno en las temperaturas, quiero decir—, como si de Dante y Virgilio se tratara —con la natural modestia que nos caracteriza, por supuesto— decidimos soltar amarras e intentarlo de nuevo, sólo que, en vez de la barca de Caronte, preferimos la fragilidad de una jabega mediterránea.

           Derrochábamos entusiasmo, cada uno por su lado, y nos dirigimos a lo más granado de la narrativa malagueña con afanes de enrolamiento y, para gran sorpresa de ambos, al menos para gran sorpresa mía, nos contestaron casi todos, no necesariamente en sentido afirmativo, pero ambos —ahora sí que puedo afirmarlo con rotundidad— agradecimos todas las respuestas recibidas. A partir de ahí, los vientos nos resultaron favorables y apenas tuvimos que señalar las coordenadas espacio-temporales para llevar la nave a puerto seguro: en la sentina de marinería se respiraban buenas vibraciones.

           Pero se ha querido que asistiéramos a una realidad que se descompone como un fenómeno de refracción de la luz blanca a su paso por un prisma, porque del mar surgen las islas, en sentido literal o metafórico, que pueden ser el espacio natural para la utopía o la región propia de la pesadilla. De ahí que no todos los sentimientos sean gozosos en este libro, sino que la proximidad del mar se resuelve unas veces permitiendo aflorar las más bajas pasiones, mientras que otras es el escenario de una historia de amor, de una leyenda, o de ambas.
  
          Personas-islas, en definitiva, pueblan las páginas de Cuentos marengos lo que nos permitirá un acercamiento al ser humano desde muy diferentes opciones entre las que se encuentran la socarronería, la nostalgia, la duda, el drama, la fantasía e incluso la evocación futurista, valga la paradoja, puesto que de lo que se trata es de poner rumbo a esa Humanidad-Mar en la que habitamos.

            Todos los trabajos arribados a este libro han pasado por un proceso de selección y han sido elegidos, inicialmente los autores y luego los textos, en función de su calidad, obviamente, pero también bajo la consideración de cómo apuntalaban la pluralidad de voces que se perseguía. Sin embargo, como ya habrá podido comprobarse, no he querido particularizar a ningún cuento mis razonamientos en estas páginas introductorias, ni mucho menos extraer citas de los textos, puesto que habría tenido que mencionar a todos y eso quizá hubiera oscurecido lo que se pretende en estas líneas, es decir, plantear las ideas básicas de este libro donde, eso sí debo decirlo, conviven con total naturalidad autores con un importante recorrido literario, reconocido en importantes en importantes certámenes, y otros cuya obra no ha gozado aún de la difusión que merece. Poco a poco.



            En cualquier caso, la tripulación de Cuentos marengos les da la bienvenida a este libro y les desea una feliz lectura.


Francisco Javier Rodríguez Barranco

AUTORES:

Javier Noriega Hernández

Lola Clavero

Francisco Eduardo Conde Ruiz

Salvador Domínguez Ruiz

Raelana Dsagan

Guadalupe Eichelbaum

Juan José López Gallego

Herminia Luque

María Teresa Morillas García

Gabriel Noguera

Miguel Ángel Oeste

Loli Pérez González

Francisco Javier Rodríguez Barranco

José Antonio Sau Martín

Margarita Souviron