lunes, 21 de noviembre de 2016

LA MAYOR DESGRACIA EN "EL CIUDADANO ILUSTRE"







           Pero, vamos a ver, tío, que te acaban de conceder el Premio Nobel de Literatura, no me jodas, que si dijéramos que eres un dinosaurio y te dan la grata nueva de que un meteorito se aproxima a la Tierra a toda leche y te vas a extinguir, pues, mira, entonces sí es lógico que te entre la angustia existencial y te preguntes, según pasa toda tu vida por delante de ti en un instante, para qué han servido las diez toneladas de carne (en caso de ser carnívoro) o de plantas (en caso de ser herbívoro) que te has zampado diariamente para llevar una dieta equilibrada. 

     Pero si te acaban de dar el Premio Nobel, no sé, es para que se te notara un poco más animado, aunque sólo fuera una chispita de alegría. 

    
   
        Es lo usual. Sobre todo cuando procedes de un país que ha sido injustamente ignorado por dicho galardón hasta la fecha, y en algún caso de manera escandalosa, como es el de Jorge Luis Borges.


           Que yo no digo, por favor, que nadie me malinterprete, que te dan el Premio y a ti te pega tal subidón, que te separas de tu mujer de toda la vida, que además es tu prima, e inicias una relación con una filipina, recién enviudada, cuya principal aportación al mundo de las artes consiste en anunciar azulejos o bombones.  No, no, yo no digo eso. Dios me libre. Pero otra cosita, puesto que cuesta mucho trabajo admitir que te concedan el máximo reconocimiento universal en lo que ha sido tu actividad profesional durante toda tu vida y eso implique para ti el mayor disgusto de tu vida. 


 Ha habido quien ha renunciado al galardón, como es el caso de Sartre, a otros le han hecho renunciar, como le sucedió a Pasternak, y otros, como el recién galardonado Bob Dylan, no se sabe si le hace ilusión o no: aparentemente ha aceptado el Premio, pero pero a tres semanas para la entrega oficial, todavía no se sabe si viajará para recogerlo. Y yo puedo comprender que uno renuncie (lo de Pasternak, en cambio, me parece una canallada), pero aceptar para renunciar, según se ve en El ciudadano ilustre (2016), de Mariano Cohn y Gastón Duprat, eso es ir un paso más allá. Eso no se le ocurre a cualquiera. A mí que no me digan. A mí me parece que eso es algo.


            Nos hallamos, pues, ante una película bastante miraombliguista, cuyo punto de arranque, sin embargo, coincide con el de Volver a empezar (1982), de José Luis Garci, es decir, un Premio Nobel de Literatura en lengua española, exilado de su país durante décadas y que regresa a su tierra durante unos días para reencontrar al amor de juventud. Pero a partir de ahí, cada película toma su propio rumbo, que en el caso de El ciudadano ilustre reclama imperiosamente la benevolencia del espectador, como puede apreciarse en los siguientes detalles que pertenecen al planteamiento básico del guion, por lo que no destripo el argumento si los enumero:

1. No es creíble, como decíamos antes,  que a un escritor le den el Premio Nobel de Literatura y le conviertan en el representante máximo del pesimismo metafísico. Incluso José Saramago creo que sonrió en su momento.

2. Resulta muy difícil aceptar que una persona que se va de su pueblo, Salas, nombre capicúa no sé si con intención, la intención del eterno retorno, tema muy borgiano, resulta muy difícil —disculpen la digresión— que una persona se vaya de su pueblo a otro continente en el medio de la nada cuando tiene veinte años y que durante los cuarenta siguiente su labor literaria se centre exclusivamente en las evocaciones de ese pueblo, casi una aldea, al cual no ha regresado en su vida.


3. Parece poco probable que, una vez que dicha persona se decide a volver, que cuarenta años sí es algo, concedido ya el Premio Nobel, el primero del país en cuestión, insisto, y lo hace en avión desde Barcelona, el comandante de la aeronave lo saluda desde los altavoces del avión, pero no hay un cohorte de periodistas esperándole a la llegada, ni un ejército de reporteros en Salas, puesto que es obvio que regresa ahí.



 Podríamos enumerar otras muchas apelaciones a la magnanimidad del público, pero entonces tendríamos que desmenuzar la trama, que es precisamente lo que me propongo evitar. Ya he comentado que los tres puntos anteriores constituyen el planteamiento de esta producción, los mimbres sobre los que se monta el cesto.

 Quiero cerrar estos comentarios poco encomiásticos con una última idea y es la de que hay largometrajes que intuimos que con el paso de los días su valoración crecerá en nuestro interior. Eso me pasó, por ejemplo, con Desayuno en Plutón (2005), de Neil Jordan. Pero hay otros, como el filme que ahora nos ocupa, que uno sale con la sensación de que sí, que está bien, pero que no termina de convencerle, y que soportan muy mal el paso de los días.


E inicio ahora los comentarios positivos, puesto que esta película es la candidata de su país al Oscar a la Mejor película en habla no inglesa, y claro que hay cosas dignas en ella. Digamos que nos enfrenta a dos grandes interrogantes: ¿lo que estamos viendo sucede realmente dentro del mundo que toda obra de ficción construye, o se trata de la imaginación del escritor protagonista del filme? En caso de sí suceda, ¿el escritor regresa a Salas por motivos nostálgicos o para buscar el argumento a una nueva novela?

Pues bien, yo tengo mi opinión al respecto, como otras personas tendrán diferentes opiniones, pero no hay nada en este largometraje que nos permita responder con argumentos objetivos, lo cual me parece todo un acierto, dado que, con arreglo a mis particularísimas preferencias, pocas cosas me gustan más que un final abierto, sobre todo porque eso me hace sentir como un espectador activo, y no un mero observador de secuencias.

 Impecable la actuación de Óscar Martínez y, por último, otro cualidad que quiero destacar de este filme es su textura literaria, lo cual se aviene muy bien al personaje central de la película. Los personajes, las situaciones, los diferentes conflictos que van surgiendo —conflictos larvados durante décadas, como sucede en lo más profundo de cualquier país— parecen sacados de una novela y eso me parece otro acierto. De hecho, el argumento se articula en capítulos y quizá sea ese olor a literatura lo que aúpa un poco esta película.



Por ello, si nos adentramos un poco en el argumento, apenas sugerirlo, he de manifestar que la influencia borgiana (una vez más volvemos a tropezar con este grandioso escritor) es fundamental, sobre todo el relato "El sur", donde una persona culta y exquisita se adentra en la Pampa salvaje con el desenlace que todos podemos suponer. De alguna manera eso es lo que le sucede a Daniel Mantovani, protagonista de la película, que desde un ambiente elitista regresa a un mundo de relaciones primarias.

Hemos de comentar también que ese contraste entre civilización y barbarie ya fue explorado por Domingo Faustino Sarmiento, que luego fuera Presidente de la Nación, en la obra Facundo, y que ya inspiró a los directores de El ciudadano ilustre en El hombre de al lado (2009): la acción aquí se sitúa en un sofisticado Buenos Aires, en El ciudadano ilustre en un remoto rincón rural de vivencias brutales. Es como un círculo vicioso o nudo gordiano, que es donde hemos de buscar lo mejor del último filme de Cohn y Duprat.


 Así pues, nuestros mejores deseos a esta película y esperemos que corra mejor suerte que la arriba mencionada de Garci, puesto que si a alguien se le ocurre dar el Oscar a la Mejor película en habla no inglesa a El ciudadano ilustre, van a convertir a los responsables de esta película en las personas más desgraciadas del mundo.

Francisco Javier Rodríguez Barranco

martes, 8 de noviembre de 2016

ALGORITMOS DE VIDA EN "YO, DANIEL BLAKE"







       No voy a ser yo, desde luego, quien descubra a Ken Loach, un cineasta que con filmes como Agenda oculta (1990), Lloviendo piedras (1993) o Sólo un beso (2004), se ha labrado un lugar de privilegio entre los escarnecedores del capitalismo, como Oliver Stone o Michael Moore al otro lado del Atlántico, pero con mucha mayor finura, con mucho más estilo, con mucha mayor precisión; sin la visceralidad o la broma fácil que caracteriza las últimas producciones de los dos directores norteamericanos  recién mencionados.

            Y el caso es que cuando Loach quiso rodar una comedia lo hizo magistralmente bien en La parte de los ángeles (2012), sin abandonar, por supuesto, su alegato de denuncia de la sociedad británica.

            De esta manera, llega a las pantallas Yo, Daniel Blake (2016), que vuelve sobre las cuestiones habituales en Ken, pero cada vez más desprovisto de artificios, sin aspavientos, con proverbial sobriedad, con inequívoca eficacia, con textura casi documental, que recuerda a Zoe (2016), de Ander Duque, un filme que formó parte de la Sección Oficial del último Festival de Málaga. Cine español.

             Ganadora del Premio del público en el FEstival de San Sebastián de 2016, Palma de oro en Cannes el mismo año, largometraje a concurso en la Selección oficial del Festival Internacional de Cine de Toronto (TIFF), Yo, Daniel Blake nos sitúa ante una situación kafkiana en la que una persona, de cuyo aspecto se deduce que debe estar próximo a la edad de jubilación y que ha sufrido un ataque al corazón, no puede trabajar porque no se lo permite el médico, pero tampoco puede recibir la prestación por discapacidad, porque no se lo permite el organismo evaluador. 


 En esa tesitura, para poder obtener algún ingreso, ha de optar al subsidio por desempleo, pero entonces tiene que demostrar que dedica 35 horas a la semana a buscar empleo, pero si encuentra empleo, ha de rechazarlo, porque, como recordaremos, no dispone de alta médica. Tampoco puede apelar la decisión de no concederle la incapacidad porque para ello ha de esperar una llamada telefónica que no llega nunca ni hay obligación de formalizarla dentro de un determinado plazo.


             Todo eso se expone en los primeros compases de la película, por lo que no desvelo nada sobre su desarrollo y desenlace. De hecho, el inicio del largometraje es un fondo negro sobre el que se escucha el cuestionario de una técnico sanitaria, tras el cual el espectador intuye que la solicitud de incapacidad va a ser rechazada porque, entre otras cosas, a cual más dispar, el enfermo, aunque ha estado a punto de morir de un infarto, es capaz de ponerse el sombrero con las dos manos. Trágicamente absurdo.

            Lo que desbarata cualquier solución racional al círculo vicioso burocrático, que seguro que no se le ocurrió ni al mismísimo Kafka, es que todo eso está trazado para mayor satisfacción de los ordenadores. Los funcionarios, los técnicos sanitarios, apenas son muñequitos con manicura que se limitan a seguir los designios de las máquinas, no porque las máquinas tengan capacidad de decisión por sí mismas (creo que la técnica no ha llegado aún a eso), sino porque alguien con ADN de ser humano ha decidido que las cosas sean así: someter la vida a modelo informático, lo que pudiera parecer muy cómodo, pero las máquinas en realizan no se adaptan a la piel de la sociedad sino que se limitan a diseñar algoritmos de vida, y mucho es.


            Puede parecer una insensatez, pero una máquina es una máquina y la vida es la vida, con toda una serie de ramificaciones y complejidades que jamás podrán caber en una fórmula mecanizada: las máquinas no piensan y parece que las personas nos encontramos muy cómodos imitándolas.


 Y es que la vida, queridos hermanos que leéis estas líneas, no es digital, sino analógica, o anailógica en ocasiones, pero nunca digital, por mucho que una sucesión de ceros y unos parezca acercarse, porque entre dos puntos de una curva analógica hay infinitos puntos, mientras que entre dos puntos de una escalera digital hay un número altísimos de ceros y unos, pero nunca infinito. De ahí que, poner el cuidado de los más desfavorecidos de la sociedad dentro de un conjunto de operaciones objetivas y asépticas se nos antoja la mayor de las crueldades, según sucede en Yo, Daniel Blake.

          ¿Quién no ha pasado alguna noche de insomnio porque determinada página de internet no nos permitía resolver lo que queríamos resolver en ese momento y una detrás de otra aparecía un mensaje de error en color rojo angustioso en la pantalla? ¿Qué sucede entonces cuando un carpintero próximo a la edad de jubilación, que nunca ha necesitado los ordenadores, ni se ha sentido jamás atraído por ellos, tiene que rellenar su CV on-line o cumplimentar impresos oficiales de la misma manera?


             Las personas hemos pasado a ser registros dentro de unas bases de datos gigantescas y seguiremos existiendo mientras alguien no borre ese registro. Podremos respirar, pero habremos dejado de existir oficialmente. Lo hemos conseguido, ya no duele la muerte: tan sencillo como pulsar la tecla “Cancelar” en una pantalla. Todo ello dentro de un sistema que pretende mantener las apariencias de preocupación social.


            Porque la situación que nos plantea Loach con su última película es mucho peor que el Londres dickensiano: ahora ya no hay miseria en las calles, ahora casi se podría comer en las aceras, pero a las personas se las aparta, como si de virus troyanos se tratara. Dickens dibujó un mundo inhumano, pero ahora habitamos en unas sociedades deshumanizadas, que es mucho peor, puesto que la humanidad o la falta de humanidad son valores diferentes dentro de un mismo vector.

           Si suponemos que el vértice del vector es la inhumanidad absoluta y la punta de la flecha la generosidad total, nadie alcanza el 0% de humanidad: no es totalmente inhumano el señor Scrooge en Cuento de Navidad, de Dickens, e incluso vemos a Hitler acariciando niños en El hundimiento (2004), de Oliver Hirschbiegel, una de las críticas más feroces del nazismo, dado que enfoca las causas y no los efectos. De la misma manera que nadie es generoso al 100%, pero humanidad e inhumanidad se mueven en el mismo vector y conviven dentro de una misma persona.



          Sin embargo, la deshumanización ocupa un plano diferente. Para la deshumanización no existen las personas. La deshumanización se mueve en regiones sin encarnadura humana. La deshumanización sí es insensible al 100%. Y puede que eso sea muy cómodo. Puede que así gocemos siempre de niveles racionales crueldad, según nos permitan los algoritmos tecnológicos. Pero todo eso conduce, sin duda, a la exclusión de los seres humanos bajo el paraguas de la indolencia: ya se ocupan las máquinas del trabajo sucio.

Francisco Javier Rodríguez Barranco